La llibertat és el resultat d’una relació objectiva entre l’individu i l’espai que ocupa (…)
Claude Lévi-Strauss (1992: 146)

 

Hace pocos días, la ICANN aprobó la creación del dominio .CAT para la comunidad cultural y lingüística catalana en la red. Este hecho ha causado un cierto revuelo en la red internacional y una considerable polémica en la vida política y electrónica del estado español. Detrás de la iniciativa ha estado la asociación Puntcat, una entidad cívica sin ánimo de lucro que ha logrado reunir el apoyo de casi un centenar de entidades y más de 68.000 personas para una causa sencilla y a la vez tremendamente compleja. Un proyecto aparentemente banal pero que, a su vez, contiene un importante valor simbólico. De ahí la polémica, las portadas de los periódicos y, por supuesto, las celebraciones de unos y las quejas y lamentaciones de otros.

Intento en este breve artículo reflexionar cibersocialmente y analizar las causas de la relevancia de este hecho, más allá de la coyuntura política catalana y española y evitando, también repetir o rebatir los argumentos que en los últimos días han circulado en diversos medios de comunicación y multitud de blogs y espacios de opinión.

 

La banalidad (?) del nombre

Tener un nombre en Internet es necesario. Imprescindible. Crucial. Da igual que sea en una sala de chat, en un foro de debate, en un remite de e-mail… que en el registro de dominios ‘www’. Desprovistos de la inmediatez física, ser en Internet implica tener un nombre… o no ser. A partir de este argumento difícilmente cuestionable, podemos entender mucho mejor las dimensiones de la polémica. Sin nombre propio, en Internet no existimos.

En esta especie de fenómeno de neo-nominalismo digital, nombrar es crear. Y esta fórmula mágica (nombrar = crear) tiene multitud de ejemplos en Internet así como en el mundo de la programación (que es, a su vez, el espacio de creación básico y literal de Internet). Para crear una sala de chat en IRC, sólo tienes que ‘invocarla’; para crear un mueble o una mariposa en un MUD, sólo tienes que definirlo; para crear una función de programación, sólo tienes que darle un nombre. Para crear una página web, sólo tienes que ponerle nombre… aunque en este caso concreto, hay que hacerlo según una serie de normativas y posibilidades.

En un caso o en otro, en Internet, la importancia simbólica de los nombres es aún mayor si cabe que en el mundo offline. Y ahora nos encontramos con la aprobación del “punto cat”. Y con sus consecuencias.

 

La relevancia estructural y social del dominio .cat

Técnicamente la extensión .cat ha sido definida como un dominio de primer nivel (Top level domain o TLD), es decir, la categoría principal en la nomenclatura de los dominios. Actualmente existen más de 260 TLDs, siendo el .cat tan sólo uno de los más recientes en llegar.

Sin embargo, a nivel tipológico y estructural, la aprobación del TLD .cat es peculiar y pionera en un aspecto bastante concreto, y eso es lo que lo hace relevante a nivel de toda la red y a nivel internacional: se trata de la primera vez que se aprueba la creación de un nivel principal de nombre de dominio correspondiente a un grupo cultural y/o lingüístico.

Hasta ahora, los dominios que se concedían se organizaban en dos tipos: los ccTDL (country-code top level domain) que se creaban por criterios geográficos/territoriales paralelos a los estados independientes y los llamados dominios genéricos (generic domains) que se creaban por criterios temáticos (como los .info, .museum, .tv o .aero). Con la creación del .cat estamos ante un híbrido tipológico que nace, formalmente, sin ser ningún estado ni ningún tema genérico, sino por ser un grupo social y cultural que se reconoce y se reivindica como tal.

Es decir, estamos ante la creación de una matrícula de internet que no responde a ninguno de los dos criterios anteriores y, por tanto, abre la veda de una nueva línea de matriculación. O, dicho de otra manera, crea un precedente relevante para abrir y liberar de forma considerable los procesos de creación de dominios de primer nivel.

En un entorno como Internet, definido y concebido originariamente como un espacio para la creación y la libertad, sin más fronteras formales que nuestra capacidad de acción, el hecho de que sólo pudieran existir dominios vinculados a estados o a determinadas temáticas muy concretas era algo extraño. Extraño, contradictorio y reaccionario, puesto que suponía -y aún supone- una especie de monopolio de lo nombrable (y por tanto, de lo posible). Que exista una normativa y una regulación de tipo técnico, que garantice el funcionamiento eficaz de la conversión entre nombres y direcciones IP es necesario, pero que esta regulación se base en algo tan antediluviano como los dominios estatales o el puñado de dominios genéricos y temáticos existentes era -y es- tan ilógico como pre-internáutico. Internet, el lugar donde hay naciones y micronaciones virtuales, mantenía hasta hace apenas unos días un sistema de denominaciones decimonónico.

Así pues, la aprobación del .cat implica la posibilidad de que cualquier grupo con una identidad propia auto-asumida, con una cultura o una lengua en la que basarse, podrá obtener su propio nombre -y por tanto su propia existencia- en Internet. Pero también implica que cualquier colectivo con la suficiente capacidad de movilización, de generar acuerdo, de organizarse, podrá acceder a esta posibilidad. La aprobación del .cat es, de algún modo, una especie de precedente de reconocimiento práctico del derecho de autodeterminación virtual de los colectivos. Algo a lo que, desde ningún punto de vista político democrático puede objetarse absolutamente nada de nada.

 

Nuevos territorios

A nivel de historia y evolución propia de Internet, los nombres de dominio asignados a Estados ha sido, desde el principio, una forma de organizarse fácil de comprender pero, a la vez, que suponía nadar a contracorriente. Una de las promesas pristinas de Internet fue que acabaría con las fronteras. Sólo después, algunos van dándose cuenta de que, en realidad, Internet tan sólo resquebrajará el monopolio de las formas de ponerse nombres, fronteras y símbolos. O lo que es lo mismo, romperá el monopolio del estado-nación para decir quiénes somos en Internet, algo bastante común y extendido en otros ámbitos y dimensiones del proceso globalizador.

En realidad, quizá la mejor parte de la noticia de la creación del .cat es que la iniciativa ha sido, desde el principio, un proyecto cívico, liderado por una asociación sin ánimo de lucro. Que han sido 68.000 personas las que lo han perseguido y conseguido, y no un partido político, o una coalición, ni siquiera un territorio concreto. Ha sido un grupo de personas que han querido tener un nombre propio en Internet. Tener un nombre, es decir, existir.

Debemos entender que existir en Internet es parecido a existir offline y por ello muchos argumentos, implicaciones, ignorancias y vanidades saltan de lo offline a lo online. Pero no es lo mismo: la existencia en el ciberespacio es cualitativamente diferente a la existencia física. Sin embargo, debido a su parecido, se tienen a extrapolar los miedos y las ignorancias offline al mundo digital. Pero como no es lo mismo, debemos seguir insistiendo en las diferencias estructurales de lo online.

Quizá una de las diferencias más importantes y más pertinentes en este debate es que, en el ciberespacio, los territorios no son excluyentes. El ciberespacio es espacio social puro y sólo existe cuando es practicado, cuándo hay gente en él, cuando se llena de sociedad. El ciberespacio, Internet, está formado por una infinidad de espacios y de grupos superpuestos e interconectados que, cuando asumen una identidad y un nombre propios, se convierten en nuevos territorios.

Los nuevos territorios del ciberespacio tienen un componente muy interesante y, quizá, muy sano para la humanidad: su maleabilidad, su flexibilidad, su mal funcionamiento como esencias inconmensurables. Al contrario de las identidades duras de los tiempos modernos, de los siglos XIX y XX de la forja y apogeo del Estado-Nación y de los integrismos esencialistas en general, en el ciberspacio todo es posible, fluctuante. Todo se mueve, todo va rápido, todo tiende a olvidarse. Existe lo que vale y funciona aquí y ahora. Y, consecuentemente, si deja de tener vida y validez, se desmenuza y desintegra.

 

(Nuevos) Territorios (electivos)

Los territorios, en el ciberespacio, se virtualizan. Se relativizan. Su realidad estructural es diferente de la de los territorios con base física, con sus límites, sus tierras, sus aduanas y sus fronteras. En determinadas líneas de investigación antropológica sobre las identidades colectivas y sobre el fenómeno de la frontera, se afirma que en los territorios físicos las identidades culturales fundamentan su existencia y su supervivencia en la esencialización y el endurecimiento de la diferencia, de la frontera. Frederik Barth, es probablemente el representante más citado de esta línea de interpretación que “señala que en la creación de la identidad del grupo la cultura interna de ese grupo tiene menos importancia que los límites concretos que sus miembros quieren afirmar” (MACCLANCY, J., 1994: 52).

Bajo esta línea de interpretación que puede perfectamente aplicarse a multitud de grupos y colectivos humanos, la frontera establece el perímetro, la cualidad de ser o no ser miembro de un determinado colectivo. En última instancia, es el endurecimiento de la frontera y no la esencialización de su contenido lo que fundamenta la existencia de un colectivo.

Sin embargo, en el ciberespacio, los territorios se superponen. Se solapan. Se comparten. Los colectivos virtuales sólo se mantienen más o menos firmes en su centro, donde más se parecen a la definición que establecen de sí mismos. A partir de ese epicentro identitario y territorializante, la agregación comunitaria fluctúa. Se dispersa, se diluye, se reordena, se recrea, muta o desaparece, en un ejercicio de cambio social constante. Mientras que en el territorio físico se prima la inmutabilidad, la permanencia; los nuevos territorios nacen y se nutren de su inquietud y de la inquietud de sus miembros.

En ocasiones se diluye, en otras se endurece, se forma y se deforma en función de sus propias pulsiones, del contexto y, en resumen, de su realidad social, en cada momento. Los (nuevos) territorios (electivos) son un tipo de comunidad, un tipo de agregación social de nuevo cuño, radicalmente diferente de los territorios y los colectivos propios de la Modernidad. Una fórmula de creación y modificación constante y constantemente viva de colectivos sociales que se materializan y corporifican cuando eligen hacerlo, cuando escenifican su existencia.

Así pues, los nuevos territorios virtuales como el que genera el .cat, se forman a partir de comunidades ‘virtuales’ cuya pertenencia es, en última instancia, electiva. Me permito citar un fragmento de texto publicado en el Observatorio para la CiberSociedad, hace algún tiempo, donde intentaba definir y caracterizar precisamente estas comunidades electivas que, en el fondo, son las protagonistas y razón de existencia de cualquier territorio virtual:

Las llamadas “comunidades virtuales” son, de hecho, una nueva forma de agregación social, de identidad colectiva, construida, fundamentalmente, a partir del hecho de compartir una determinada concepción y opinión de lo lúdico. Las ‘comunidades virtuales’ son, en la mayoría de las ocasiones, comunidades lúdicas que tienen más que ver con cómo queremos pasar nuestro tiempo libre que con una dimensión más ontológica y ‘dura’ de la identidad colectiva. Las ‘comunidades virtuales’, de hecho, son ‘ligeras’, flexibles, no-excluyentes, fraccionarias. Electivas, en definitiva. Así pues, y para terminar, la hipótesis que a lo largo de esta charla he querido dejar sobre la mesa es que las regiones, del mismo modo que cualquier otro tipo de comunidad basada en lo territorial, ante el fenómeno de desterritorialización de lo social que estamos viviendo, tienen, entre otras, la posibilidad de aprovechar y aprender del ciberespacio. Es decir, intentar recrear y realimentar esos vínculos sociales duros y territorializados en los que se basaba, a partir de unos nuevos vínculos, ciberespaciales estos, menos transcendentes, más banales, pero igualmente vinculantes y útiles para la construcción o la supervivencia de una identidad colectiva. En definitiva: parecerse o convertirse, un poco, en comunidades electivas (Mayans, 2003).

La iniciativa cívica que ha promovido la creación y aprobación de los dominios .cat no es más que la manifestación vehemente de una de estas comunidades electivas, en una dimensión probablemente menos lúdica, pero aún así, completamente electiva.

 

Recuperando y corrigiendo el neo-nominalismo digital

Antes he mencionado el nominalismo y lo he comparado con el hecho de existir en el ciberespacio. Sin embargo, no debemos caer en la parte más simple y superficial de su argumento: el nombre no es la cosa ni, por sí mismo, la crea. La cosa, la realidad, surge del hecho de nombrar, de la voluntad de nombrar. Es decir: no es la palabra misma la que crea, la que provoca la existencia. Es la acción de nombrar, la decisión de invocar.

También antes he dicho que el dominio .cat es pionero por ser el primero que se genera a partir de criterios culturales y/o lingüísticos. Pero no debemos engañarnos: que hoy en día se esté hablando de este asunto, que la ICANN lo haya aprobado, no es consecuencia directa de que exista un colectivo cultural o lingüístico catalán. En absoluto.

Lo que ha causado todo esto es que este colectivo cultural o lingüístico ha actuado, se ha movilizado, que tenido la voluntad de refrendar su existencia con un nombre, es decir, de reflejar en Internet su deseo de existir de forma autónoma y por sí mismo. La existencia en Internet no es un derecho preexistente ni un apriorismo, sino un acto. O, para ponerlo en términos más propios del interaccionismo simbólico, no se adjudica, sino que se escenifica y por el mismo hecho de escenificarse, tiene lugar, se crea, existe. En el ciberespacio, la identidad -así como la mera existencia- es performativa, practicada. Una vez más: sólo es cuando se actúa. Cuando se practica. La identidad, como la sociedad misma, sólo existe cuando tiene lugar: cuando se enfrenta al espacio y lo coloniza. Cuando lo tiñe, lo adapta y lo transforma con sus acciones. Lo social es el proceso por el cual se gasta el espacio o, por volver a nuestro caso, cuando se gasta o se nombra el ciberespacio. Lo social, también en el ciberespacio, como escribe Delgado, es lo que producen las personas, “la manera que tienen éstas de gastar los espacios que utilizan” (2005: 13).

Recopilando, pues, los dos argumentos centrales de este artículo, los (nuevos) territorios -de los que el .cat es un magnífico ejemplo- del ciberespacio se forman a partir de comunidades ‘virtuales’ cuya pertenencia es, en última instancia, electiva. Y cuya existencia es performativa.

En el caso del .cat, lo relevante no es ni debe ser que ahora se puedan poner nombres de dominio .cat o que vaya a provocarse un alud de peticiones de creación de TLD de un tipo u otro. Lo social y políticamente relevante de todo esto es que la acción, la decisión y la insistencia de una comunidad electiva, de un grupo social, le ha llevado a la definición de un espacio propio en el ciberespacio. Un espacio virtual no-excluyente, que se solapará con otros muchos territorios virtuales. Un espacio virtual territorializado y apropiado por un colectivo social y cultural.

Este proceso no sólo nos muestra un buen ejemplo de los nuevos tipos de territorializaciones virtuales que presenciaremos en el futuro inmediato. Mucho más que eso: nos permite ver, en primera fila, el proceso de creación de un nuevo territorio.

 

Referencias bibliogràficas

  • De CERTAU, Michel, 1988, The Practice of Everyday life, Berkeley: University of California Press (Original, 1984)
  • DELGADO, Manuel, 2005, Elogi del vianant. Del ‘model Barcelona’ a la Barcelona real, Barcelona: Edicions de 1984
  • GOFFMAN, Erving, 1967, Interaction Ritual. Essays on Face-to-Face Behavior, London: Allen Lane The Penguin Press
  • GOFFMAN, Erving, 1994a (1981), La presentación de la persona en la vida cotidiana, Buenos Aires: Amorrortu (Edición original, 1959)
  • LÉVI-STRAUSS, Claude, 1992 (1969), Tristos Tròpics, Barcelona: Anagrama (1ª edición francesa, 1955)
  • MACCLANCY, J., 1994, “Imaginando fronteras”, Historia y Fuente Oral, 2, 12, pp. 51-57
  • MAYANS i PLANELLS, Joan, 2003, “Comunidades Electivas. Notas sobre la virtualización de lo comunitario en tiempos de desterritorialización”. Ponencia presentada en el Congreso Bilbao IT4All (Bilbao, Febrero de 2003). Disponible en el ARCHIVO del Observatorio para la CiberSociedad en http://www.cibersociedad.net/archivo/articulo.php?art=32

 


Artículo publicado originalmente en el Observatorio para la Cibersociedad. Se recupera para integrarse en este blog desde el artículo original que aún aparece en la maravillosa Wayback Machine de Archive.org.