Ésta va en castellano, por si cae en tus manos, Mascardi. Con el lunfardo sigo sin atreverme.

Este rincón a la sombra de un blog que malvive felizmente en el extrarradio de internet sirve para ordenar las notas de mis lecturas. Alguna lectura y comentario previo procedía de alguna persona a la que conozco, pero el rincón es lo bastante sombrío para pensar que ni las más habilidosas arañas googlelianas le llevarán aquí. Por eso no me preocupaba que alguna observación pudiera sentar mal. ¿Cómo suenan los árboles que caen en una selva desierta? Pues eso…

Pero esta vez es diferente. Esta vez eres tú. Y tú sí vas a llegar. Porque no enseñarte el camino sería raro. Así que llegarás. Y eso enreda los dedos. Alarga los preámbulos. Pero intentaré que eso no influya. Intentaré ser tan honesto y despreocupado como en las reseñas anteriores. Procuraré ser tan poco metódico, tan parcial y tan indocumentado como acostumbro.

Tu libro. Me hablas de tu libro cuando llevo yo meses (¿años?) peleándome con el mío. Tu libro, cosido a mano y levantado con una especie de crowdfunding mucho menos moderno y más amable que todos los crowfundings que se vuelven grises bajo el brillo de las plataformas de moda. Mi ejemplar es el número 53 de un total de 60. Un número primo. Es adecuado. Un libro primo de mi hermano trasatlántico. Así firmábamos, ¿te acuerdas? Así me encabezabas la dedicatoria…

Tu libro. No me gustan los libros de cuentos. No me gustan los recopilatorios de artículos. Tú has hecho un libro de cuentos con forma de artículo. O de artículos con aroma de cuento. Haces articuentos. Cuentículos. Tu cita inicial de uno de los relatos se debe releer al cerrar el libro: “… cuando un cuento es bueno tiene que parecer verdad y para que una crónica sea buena ha de parecer mentira”. No hay mejor resumen de tus once piezas.

Once. Tu libro tiene once piezas y un prólogo. Once jugadores y un director técnico. ¿Eres consciente de la coincidencia? Seguro que sí. Tu libro transpira tanto fútbol, que no puede ser una coincidencia. El fútbol, metáfora de todo. Once. El barrio fantástico de Dolina. El número perfecto. Once también es primo, hermano.

Como en un once futbolístico, no todos valen para todo. No todos pueden ser estrellas. No todos pueden brillar. Once Messis nunca ganarían una liga. Por suerte para el fútbol, para la vida y para las metáforas. Así que, como si esto fuera una crónica deportiva, no hablaré de los once jugadores. Seré parcial y caprichoso.

Así que para este cronista, la estrella de tu once es, precisamente, el articuento del jugador que se olvidó de hacer goles e hizo uno que lo cambió todo. Consigues cruzar una crónica con la crónica de la crónica. La noticia impersonal con la noticia personal. Y al meterla en la caja de resonancia del descenso de River, la nota toma una dimensión global, universal y atemporal. ¿Cuántas veces bajará River a la ‘B’? ¿Cuántas veces lo hará con tanta épica? Salvando distancias, es tu Maracaná. El gol de Guille es el gol de Ghiggia de 1950, si hubieras vivido en 1950 y compartido mates con Ghiggia.

Luego hay un jugador exótico. Un jugador poco vistoso y bajito, pero que me encanta. Es el articuento sobre el Hotel California, donde no hay ni tan siquiera un cuadro de los Eagles. Me he enamorado del mapa. Quiero ir a Todos los Santos y sacarme una foto en la fachada del Hotel. Quiero ir al Cabo San Roque y correr por el malecón escuchando las rarezas de Cabo San Roque. Y quiero recorrer esos paisajes ventosos y desérticos de la Baja California del Sur viendo cómo se dibujan mis trayectos sobre el mapa. ¿Vamos?

Sin embargo, mis jugadores favoritos no suelen ser las estrellas ni tampoco los más exóticos. Mi articuento favorito de tu libro no es el de Guille ni el del Hotel. Ni siquiera la estupenda historia de Marcelo Bielsa y los tiburones de Patricio Huerga.

No. Mi favorito es el de Jeanette. “Shanet”, como la llamabais vosotros. Ahí no solo cruzas tu vida con la de tu noticia. Ahí se te salen las vísceras. Dejas de narrar desde el respeto y –me lo perdonarás- una cierta autocontemplación y te manchas las manos con tu propio pasado. La historia de Shanet es la historia de tu Buenos Aires. La de la vocación desencaminada. La de la pérdida de la inocencia. La de la derrota. La de la renuncia para volver atrás y ser capaz de reconstruirse de entre los escombros. Shanet es la excusa maravillosa. La primera campeona olímpica argentina. Una nadadora que ya no nada porque no le gusta verse en traje de baño le cuenta su historia a un periodista que ya no pregunta porque no quiere mojarse.

Me encanta esa historia. Además, recuerdo perfectamente la entrevista. Fuimos a Belgrano. Subimos al edificio alto y prolijo de Shanet. Nos enseñó la medalla de plata y sacamos fotos. Tú levitabas entre la vocación profesional y el desmorone emocional. Yo sólo estaba de paso, pero compartimos aquella nota y, después, una pizza con fainá. En algún lugar tengo una foto con Shanet y una nota que quizá escribiste para La Voz de Colón. Y tras tus palabras escritas, arrancadas al pasado, más verdad, más cercanía y más cercanía que en el conjunto de todos los demás articuentos. Un verdadero testimonio de aquel “chico de pueblo que soñaba con la capital y se despertó en el Infinito”.

Y sí, hay ocho jugadores más. Y un director técnico. Pero los que acaparan titulares son estos tres. Y la reseña ya se ha alargado demasiado y el redactor de deportes ya tendrá que cortar la mitad…